miércoles, 1 de agosto de 2012

Reflexiones del Padre Alberto




DOMINGO XVII ORDINARIO. 
(29 de Julio de 2012)
Jn. 6, 1-15.
La multiplicación de los panes.

Hoy como cada domingo, hemos sentido la alegre necesidad de compartir nuestro tiempo con el Señor, quien se entrega a nosotros por medio de su Palabra y con su Cuerpo para fortalecernos en la fe. Su mensaje nos habla del compartir, que es el camino por el cual Dios se manifiesta a sus fieles.

El evangelio nos presenta uno de los milagros más conocidos de Jesús, la multiplicación de los panes;  al desembarcar en el lago de Galilea, buscando un momento de privacidad con los apóstoles, Jesús se encuentra con una multitud de personas que lo asedian; ante lo que contempla, Jesús se compadece y se queda con todos aquellos hombres y mujeres, les escucha, les aconseja, les predica sin prisa alguna y pasa el tiempo; llega la tarde y nadie tiene intención de marcharse, a pesar del hambre que todos han empezado a sentir. Entonces Jesús realiza el milagro; con cinco panes y dos pescados, la pequeña provisión que un niño ofrece, es posible dar de comer a aquella multitud hambrienta. Fue una tarde feliz para los presentes, tuvieron la oportunidad de estar cerca del Maestro y de contemplar un milagro.

Un modelo para nuestra vida de fe. La multiplicación de los panes es uno de los pasajes más aleccionadores del ministerio de Jesús, ya que en él tenemos un ejemplo de lo que debe ser nuestra relación con el Señor, pues en él apreciamos  la bondad de Dios unida a la generosidad del hombre. Los frutos del cristiano son visibles cuando damos al Señor lo que somos y tenemos.
Jesús vio a lo largo de su vida, a todos aquellos que le buscaban, le asediaban, le perseguían en busca de un favor suyo; conoció a un militar que le pedía solamente una palabra suya para que sanase su criado enfermo, se conmovió con una mujer pagana que imploraba una migaja de su misericordia, como los perritos que comen lo que cae de la mesa de sus amos; conoció a curiosos, malintencionados, faltos de fe; conoció la necesidad y angustia de enfermos y pecadores, y a todos recibía, remediando sus males, porque Dios, que es misericordia sin límites, es incapaz de negarse a quien le solicita su ayuda. Dios hizo milagros admirables con los cuales ganó gran fama. Pero el milagro de la multiplicación de los panes es único porque en él está presente junto a la voluntad benefactora de Dios la participación del hombre; en la multiplicación de los panes, no es el hombre necesitado el que pide, sino el que da, y el papel de Dios es multiplicar lo que recibe.
En estos días nos parecemos mucho a aquellas multitudes que buscaban incansables a Jesús, que le impedían descansar y convivir con los suyos. Para Dios siempre tenemos peticiones, súplicas, demandas, que nos dé luz para caminar seguros, paz para descansar, sabiduría para elegir y opinar sensatamente, bienestar y salud, y compasivo como es, siempre nos escucha y atiende; pero nosotros ¿qué le damos a Dios?, ¿qué aportamos para que Dios lleve a cabo la gracia que le solicitamos? En el evangelio, aquel niño dio lo que tenía para sí mismo; más de cinco mil hombres y mujeres esperaban una acción de Jesús a favor suyo, pero solamente un niño tuvo el gesto propicio, la generosidad.

¿Qué es la generosidad? La generosidad es la capacidad para dar lo propio a los demás; no significa dar mucho, sino dar lo que se tiene. Dios no pone su atención en cantidades ni cifras, sino en la sinceridad del corazón. Sentado en el templo, Jesús veía a personas pudientes que hacían grandes ofrendas, pero le conmovieron más  las dos monedas de una viuda, unos daban lo que les sobraba, y la viuda, de lo que necesitaba. En la ciudad de Sarepta, Elías pidió de comer a una viuda que solo tenía para ella y su hijo, un poco de harina, apenas para cocer  un pan, el cual humildemente ofreció al profeta, y luego de eso, en su hogar jamás se agotó la harina ni el aceite, (1 Re. 17, 7-16). Cuando nosotros damos lo nuestro a los demás, Dios nos retribuye al doble lo que hemos obsequiado. La generosidad sincera, es sembrar bondad, amor, respeto y Dios a su tiempo, nos dará una gran cosecha.
Nosotros solemos pedir mucho a Dios, es uno de los privilegios del creyente, confiarse al Señor, quien se complace con  nuestra humildad y confianza al solicitarle su intervención en nuestra vida, pero nunca debemos olvidar que también debemos colaborar con Él para vernos favorecidos.
Jesús nos enseña hoy que toda acción de Dios requiere la participación de la persona. Que no debemos  permanecer en  una actitud pasiva, esperando que Él actúe, que nos dé, que nos premie, que nos reconozca. Dios se manifiesta cuando nosotros nos entregamos.
 En estos días  nos quejamos de muchas cosas que pasan,  males que van creciendo,  de sucesos  lamentables. Y no podemos hacerle responsable de los acontecimientos de la sociedad, del mundo, ni de nuestra situación personal,  si nosotros no hemos puesto nuestra parte en solucionarlos. Dios no puede multiplicar lo que nosotros no compartimos. Dios no puede darnos dos panes si primero nosotros no le entregamos uno. Si no somos generosos. “Comerán todos y sobrará”, (2 Re. 4, 43).

“Ni doscientos denarios de pan bastarían…”. Es la expresión de los apóstoles que todavía no han aprendido lo que puede hacer Dios cuando somos generosos. El esperar todo de Dios y descuidar la parte que nos corresponde nos conduce a dañar esa imagen positiva de Él que todos estamos llamados a dar, y nos encamina a insatisfacciones. Si deseamos que Dios actúe cumpliendo al pie de la letra cuanto deseamos, olvidando que Él procede según su sabiduría y la conveniencia del bien solicitado, nuestra vida se puede volver una eterna insatisfacción, un conflicto continuo.  Podemos, por ejemplo,  esperar mucho de nuestros padres, que nos consientan, que nos comprendan, que nos faciliten las cosas, que nos otorguen todos los permisos del mundo y para cualquier cosa, y nos sentimos muy contentos cuando de parte de ellos obtenemos lo que necesitamos o queremos. Pero cuando no sucede así, es porque de no hemos dado lo suficiente para merecerlo, o no es el momento apropiado. Nunca olvidemos que para recibir primero tenemos que dar. No tenemos derecho a pedir nada si antes no hemos practicado la obediencia, o mejor todavía, el servicio. Servir es ayudar sin que nos  tengan que invitar a ellos, es como ese niño del evangelio, ver una necesidad y prestar nuestra ayuda. Aquellas parejas que tienen conflictos solo miran los errores del compañero, y se reclaman, se reprochan sus faltas, pero ninguna pone un poco de generosidad para que se dé el milagro de la paz.

Como humanos, como hermanos, como familia podemos crecer mucho, ser más unidos, realizar el milagro de la multiplicación de la paz, de la cordialidad, del amor, si dejamos nuestras reservas y nos entregamos a los demás, como lo hiciera este niño con sus panes y pescados.
Cuánto bien hace en ocasiones que ofrezcamos una sonrisa, donde solo hay caras serias. La alegría donde hay tensión, la confianza que pone una persona donde solo hay recelo. O tal vez callar y no hacer ningún comentario que pudiera encender los ánimos. Cuánto bien hace saber pedir perdón por nuestros errores. Cuando somos generosos al compartirnos con los demás, nuestras relaciones toman fuerza. Aquella tarde Jesús miró con mucho amor a aquel muchachito que dio lo suyo para los demás.
 Cuando somos generosos con Dios y realmente le compartimos nuestro corazón, antes que pedirle y demandarle nuestras necesidades, antes de exponerle el clásico trato: “Te prometo, Señor…”, se fortalece nuestra Fe con Él. ¿Quién es el que cree más y mejor en Dios? El que lo ama por lo que es, y no por lo que puede dar.
Al Señor le descubrimos gracias a nuestra generosidad, al llenarnos de alegría cuando vemos lo que puede hacer cuando nos entregamos a sus planes.
Aquellas personas que piensan que la Fe debe tener un uso práctico, una utilidad, como la escuela, el trabajo, el ejercicio físico, nunca conocerán realmente a Dios. Su mundo sus límites estarán en lo material. Nunca sabrán lo que es  el gozo de la intimidad con Dios, de la paz, la tranquilidad que nos da su presencia. La satisfacción de que hacemos algo útil para nosotros al cultivar una relación con Dios. No por  lo que nos puede dar materialmente (que nunca deja de darnos, de proveernos) sino por la alegría que nosotros podemos darle a Él con nuestra fidelidad.
 No hay regalo más hermoso para unos padres, que ver a sus hijos corresponderles con amor, respeto y gratitud todos los cuidados y obligaciones que tuvieron con ellos de pequeños. Los buenos hijos, aunque crecen muy rápido y  hacen sus vidas, nunca se van, siempre están presentes, pendientes, ayudando, disfrutando de su primera familia, donde aprendieron a amar, a ser agradecidos.
Dios también tiene una opinión favorable para quienes dan lo suyo a los demás; la persona generosa  nunca carecerá de nada, porque Dios le bendecirá siempre; si somos generosos en padecer, Dios nos hará fuertes; si somos honestos en cumplir sus leyes, nos hará admirables ante los demás; si damos de lo nuestro, nuestros bolsillos nunca estarán vacíos.

El Señor mira con gran amor a sus hijos, por el pecador siente compasión y urgencia por tenerlo junto a Él; por el necesitado siente la obligación de ayudarle, y con el generoso, se alegra porque gracias a él puede hacer muchos milagros.
Dios siempre nos socorrerá, siempre nos dará, pero nos puede dar mucho más, cuando nosotros aportamos lo nuestro.
El orgullo del creyente no debe ser el sentirnos bendecidos por Dios, sino el saber que colaboramos con Él y que gracias a nosotros puede actuar y compartirnos sus bienes.

Este milagro debe movernos a la reflexión sobre nuestro seguimiento y fidelidad al Señor. ¿Sabemos permanecer a su lado? ¿O sólo lo visitamos cuando necesitamos su ayuda? Pidamos a Dios que nos ayude a ser fieles, agradecidos y generosos con su persona, y así poder darle la oportunidad de llevar a cabo infinidad de milagros.

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