DOMINGO XVII ORDINARIO.
(29 de Julio de 2012)
Jn. 6, 1-15.
La multiplicación de los panes.
Hoy como cada domingo, hemos
sentido la alegre necesidad de compartir nuestro tiempo con el Señor, quien se
entrega a nosotros por medio de su Palabra y con su Cuerpo para fortalecernos
en la fe. Su mensaje nos habla del compartir, que es el camino por el cual Dios
se manifiesta a sus fieles.
El evangelio nos presenta uno de los milagros más conocidos de Jesús,
la multiplicación de los panes; al
desembarcar en el lago de Galilea, buscando un momento de privacidad con los
apóstoles, Jesús se encuentra con una multitud de personas que lo asedian; ante
lo que contempla, Jesús se compadece y se queda con todos aquellos hombres y
mujeres, les escucha, les aconseja, les predica sin prisa alguna y pasa el
tiempo; llega la tarde y nadie tiene intención de marcharse, a pesar del hambre
que todos han empezado a sentir. Entonces Jesús realiza el milagro; con cinco
panes y dos pescados, la pequeña provisión que un niño ofrece, es posible dar
de comer a aquella multitud hambrienta. Fue una tarde feliz para los presentes,
tuvieron la oportunidad de estar cerca del Maestro y de contemplar un milagro.
Un modelo para nuestra vida de
fe. La multiplicación de los panes es uno de los pasajes más aleccionadores
del ministerio de Jesús, ya que en él tenemos un ejemplo de lo que debe ser
nuestra relación con el Señor, pues en él apreciamos la bondad de Dios unida a la generosidad del
hombre. Los frutos del cristiano son visibles cuando damos al Señor lo que
somos y tenemos.
Jesús vio a lo largo de su vida, a todos aquellos que le buscaban, le
asediaban, le perseguían en busca de un favor suyo; conoció a un militar que le
pedía solamente una palabra suya para que sanase su criado enfermo, se conmovió
con una mujer pagana que imploraba una migaja de su misericordia, como los
perritos que comen lo que cae de la mesa de sus amos; conoció a curiosos,
malintencionados, faltos de fe; conoció la necesidad y angustia de enfermos y
pecadores, y a todos recibía, remediando sus males, porque Dios, que es
misericordia sin límites, es incapaz de negarse a quien le solicita su ayuda.
Dios hizo milagros admirables con los cuales ganó gran fama. Pero el milagro de
la multiplicación de los panes es único porque en él está presente junto a la
voluntad benefactora de Dios la participación del hombre; en la multiplicación
de los panes, no es el hombre necesitado el que pide, sino el que da, y el
papel de Dios es multiplicar lo que recibe.
En estos días nos parecemos mucho a aquellas multitudes que buscaban
incansables a Jesús, que le impedían descansar y convivir con los suyos. Para
Dios siempre tenemos peticiones, súplicas, demandas, que nos dé luz para
caminar seguros, paz para descansar, sabiduría para elegir y opinar sensatamente,
bienestar y salud, y compasivo como es, siempre nos escucha y atiende; pero
nosotros ¿qué le damos a Dios?, ¿qué aportamos para que Dios lleve a cabo la
gracia que le solicitamos? En el evangelio, aquel niño dio lo que tenía para sí
mismo; más de cinco mil hombres y mujeres esperaban una acción de Jesús a favor
suyo, pero solamente un niño tuvo el gesto propicio, la generosidad.
¿Qué es la generosidad? La
generosidad es la capacidad para dar lo propio a los demás; no significa dar
mucho, sino dar lo que se tiene. Dios no pone su atención en cantidades ni
cifras, sino en la sinceridad del corazón. Sentado en el templo, Jesús veía a
personas pudientes que hacían grandes ofrendas, pero le conmovieron más las dos monedas de una viuda, unos daban lo
que les sobraba, y la viuda, de lo que necesitaba. En la ciudad de Sarepta,
Elías pidió de comer a una viuda que solo tenía para ella y su hijo, un poco de
harina, apenas para cocer un pan, el
cual humildemente ofreció al profeta, y luego de eso, en su hogar jamás se
agotó la harina ni el aceite, (1 Re. 17, 7-16). Cuando nosotros damos lo
nuestro a los demás, Dios nos retribuye al doble lo que hemos obsequiado. La
generosidad sincera, es sembrar bondad, amor, respeto y Dios a su tiempo, nos
dará una gran cosecha.
Nosotros solemos pedir mucho a Dios, es uno de los privilegios del
creyente, confiarse al Señor, quien se complace con nuestra humildad y confianza al solicitarle su
intervención en nuestra vida, pero nunca debemos olvidar que también debemos colaborar
con Él para vernos favorecidos.
Jesús nos enseña hoy que
toda acción de Dios requiere la participación de la persona. Que no debemos permanecer en
una actitud pasiva, esperando que Él actúe, que nos dé, que nos premie,
que nos reconozca. Dios se manifiesta cuando nosotros nos entregamos.
En estos días
nos quejamos de muchas cosas que pasan,
males que van creciendo, de
sucesos lamentables. Y no podemos hacerle
responsable de los acontecimientos de la sociedad, del mundo, ni de nuestra
situación personal, si nosotros no hemos
puesto nuestra parte en solucionarlos. Dios no puede multiplicar lo que
nosotros no compartimos. Dios no puede darnos dos panes si primero nosotros no
le entregamos uno. Si no somos generosos. “Comerán
todos y sobrará”, (2 Re. 4, 43).
“Ni doscientos denarios de pan bastarían…”. Es la expresión de los apóstoles que todavía no
han aprendido lo que puede hacer Dios cuando somos generosos. El esperar todo
de Dios y descuidar la parte que nos corresponde nos conduce a dañar esa imagen
positiva de Él que todos estamos llamados a dar, y nos encamina a
insatisfacciones. Si deseamos que Dios actúe cumpliendo al pie de la letra cuanto
deseamos, olvidando que Él procede según su sabiduría y la conveniencia del
bien solicitado, nuestra vida se puede volver una eterna insatisfacción, un
conflicto continuo. Podemos, por
ejemplo, esperar mucho de nuestros
padres, que nos consientan, que nos comprendan, que nos faciliten las cosas,
que nos otorguen todos los permisos del mundo y para cualquier cosa, y nos
sentimos muy contentos cuando de parte de ellos obtenemos lo que necesitamos o
queremos. Pero cuando no sucede así, es porque de no hemos dado lo suficiente
para merecerlo, o no es el momento apropiado. Nunca olvidemos que para recibir
primero tenemos que dar. No tenemos derecho a pedir nada si antes no hemos
practicado la obediencia, o mejor todavía, el servicio. Servir es ayudar sin
que nos tengan que invitar a ellos, es
como ese niño del evangelio, ver una necesidad y prestar nuestra ayuda.
Aquellas parejas que tienen conflictos solo miran los errores del compañero, y
se reclaman, se reprochan sus faltas, pero ninguna pone un poco de generosidad
para que se dé el milagro de la paz.
Como humanos, como hermanos, como familia podemos
crecer mucho, ser más unidos, realizar el milagro de la multiplicación de la
paz, de la cordialidad, del amor, si dejamos nuestras reservas y nos entregamos
a los demás, como lo hiciera este niño con sus panes y pescados.
Cuánto bien hace en ocasiones que ofrezcamos una
sonrisa, donde solo hay caras serias. La alegría donde hay tensión, la
confianza que pone una persona donde solo hay recelo. O tal vez callar y no
hacer ningún comentario que pudiera encender los ánimos. Cuánto bien hace saber
pedir perdón por nuestros errores. Cuando somos generosos al compartirnos con
los demás, nuestras relaciones toman fuerza. Aquella tarde Jesús miró con mucho
amor a aquel muchachito que dio lo suyo para los demás.
Cuando somos
generosos con Dios y realmente le compartimos nuestro corazón, antes que
pedirle y demandarle nuestras necesidades, antes de exponerle el clásico trato:
“Te prometo, Señor…”, se fortalece nuestra Fe con Él. ¿Quién es el que cree más
y mejor en Dios? El que lo ama por lo que es, y no por lo que puede dar.
Al Señor le descubrimos gracias a nuestra
generosidad, al llenarnos de alegría cuando vemos lo que puede hacer cuando nos
entregamos a sus planes.
Aquellas personas que piensan que la Fe debe tener
un uso práctico, una utilidad, como la escuela, el trabajo, el ejercicio
físico, nunca conocerán realmente a Dios. Su mundo sus límites estarán en lo
material. Nunca sabrán lo que es el gozo
de la intimidad con Dios, de la paz, la tranquilidad que nos da su presencia.
La satisfacción de que hacemos algo útil para nosotros al cultivar una relación
con Dios. No por lo que nos puede dar
materialmente (que nunca deja de darnos, de proveernos) sino por la alegría que
nosotros podemos darle a Él con nuestra fidelidad.
No hay
regalo más hermoso para unos padres, que ver a sus hijos corresponderles con
amor, respeto y gratitud todos los cuidados y obligaciones que tuvieron con
ellos de pequeños. Los buenos hijos, aunque crecen muy rápido y hacen sus vidas, nunca se van, siempre están
presentes, pendientes, ayudando, disfrutando de su primera familia, donde
aprendieron a amar, a ser agradecidos.
Dios también tiene una opinión favorable para
quienes dan lo suyo a los demás; la persona generosa nunca carecerá de nada, porque Dios le
bendecirá siempre; si somos generosos en padecer, Dios nos hará fuertes; si
somos honestos en cumplir sus leyes, nos hará admirables ante los demás; si
damos de lo nuestro, nuestros bolsillos nunca estarán vacíos.
El Señor mira con gran amor a sus hijos, por el
pecador siente compasión y urgencia por tenerlo junto a Él; por el necesitado
siente la obligación de ayudarle, y con el generoso, se alegra porque gracias a
él puede hacer muchos milagros.
Dios siempre nos socorrerá, siempre nos dará, pero
nos puede dar mucho más, cuando nosotros aportamos lo nuestro.
El orgullo del creyente no debe ser el sentirnos
bendecidos por Dios, sino el saber que colaboramos con Él y que gracias a
nosotros puede actuar y compartirnos sus bienes.
Este milagro debe movernos a la reflexión sobre
nuestro seguimiento y fidelidad al Señor. ¿Sabemos permanecer a su lado? ¿O
sólo lo visitamos cuando necesitamos su ayuda? Pidamos a Dios que nos ayude a
ser fieles, agradecidos y generosos con su persona, y así poder darle la
oportunidad de llevar a cabo infinidad de milagros.
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