jueves, 5 de enero de 2012


La Epifanía, entre liturgia y fiestas populares

El Niño
y el signo de la cruz

“Epifàneia” en griego quiere decir “manifestación”. Pero igual que los rostros humanos, el tiempo cambia también las palabras; las lenguas, que se ceden durante los siglos el paso, declinan sus sonidos en los raros arroyos de mil dialectos: “ebifaneia”, después “ebbefania”, “befania”, al final “befana”. Tránsitos fonéticos que testimonian, entre otras cosas, la necesidad inexorable, como algo que pertenece al espíritu humano, de atraer las revelaciones más altas del cielo hacia la medida más mezquina del metabolismo material de la tierra; y testimonian también la marcada vocación condescendiente de los grandes temas cristianos para acoger y contener hasta los elementos de una sensibilidad humana más elemental, sus estremecimientos más ocultos e indescifrados, sus miedos originarios y sus más ingenuas expectativas.
Del Señor que muestra un rostro de carne en Jesús, a una anciana que vuela en escoba [“la Befana”, figura de la tradición popular italiana. Ndt]: superposiciones que nos pertenecen y de las que se nutre también la celebración de esta continuación litúrgica del tiempo navideño. Celebración civil por costumbre, mucho antes que litúrgica: y de un resistente imaginario ligado a secretas alquimias de elementos, a jocosas supersticiones cotidianas y antiguas creencias mágicas, a oscuras relaciones  escondidas entre el destino humano, los humores de la tierra y los signos del cielo. También los tres magos, que en los cortejos de pueblo a veces galvanizan las liturgias, llegan directamente del oriente un poco morisco, de un medioevo de ascendencia romántica (las luces álgidas de estos siglos de exactitud, a su pesar, han excitado nuestra atracción por el claroscuro, un cierto gusto por la penumbra y el misterio). Saciados y exhaustos de días colmados y estratificados de celebraciones litúrgicas, no sin un escondido alivio, se ocupa el proprio lugar en la iglesia: y de nuevo la palabra cristiana se hace viva. En la liturgia se ofrece como la presencia de Jesús entre en ansia inquieta de un rey violento, las esperanzas sinceras y de buen recuerdo de antiguos pastores, la planificada búsqueda soñadora de sofisticados sabios.
Voracidad de los poderosos, aspiraciones elementales de gente pobre, elaboradas categorías de hombres de cultura: cada uno llega con la parcialidad de sus preguntas para ocupar su sitio en la iglesia como los del belén. A cada uno la liturgia quiere hacer ver cómo, en el Señor Jesús, Dios decide dedicarse a estas preguntas. Cambiándolas de signo, conduciéndolas una por una a la única cuestión de vida o de muerte, desollando la epidermis hasta dejar en carne viva el nervio de la humana “no-totalidad”.
Los brazos abiertos del niño, a quien la industria de lo sacro replica en legiones seriales de plástico, trazan ya la señal de la cruz pascual: cada madre con el niño en la historia del arte es ya una Piedad, y el Cristo muerto siempre reposa en el seno de María con el abandono de un niño que duerme. A las preguntas humanas se les da siempre la señal de dar y recobrar la vida: también en esta hábil alusión evangélica en el nacimiento de Dios bajo la mirada de cada hombre. 
Es difícil decir cuánto sentido de consciente honor y cuánto en cambio de celebración infantil se mezcla en el gesto que hoy se realiza en todas las iglesias de besar la imagen del niño. Sin embargo, también esta vez, también a esta generación, no se le da otra señal que la antigua de Jonás (el profeta que, como Jesús, permanece tres días en el vientre del mal para ser devuelto finalmente a la luz). La liturgia declina con sus formas el gran código de la Escritura y esto, en contornos de cien perfiles que se siguen continuamente, traza una única gran figura: la de Jesús muerto y resucitado. Una y única, está destinada a ser visible para todos: desde los pobres y los ricos, los ignorantes y los sabios, en oriente y en occidente, a quien descendió hace tiempo a los infiernos y a aquellas generaciones que aún deben venir. 
Esto se hace ver en la epifanía del Señor. Un segmento ritual antiguo y afortunadamente superviviente introduce de hecho, tras el evangelio de la Epifanía, el anuncio del día de Pascua. La contabilidad fragmentaria del tiempo humano y civil está como provisionalmente redimida por este tiempo de la liturgia que busca aferrar ese tiempo humano tan volátil ligándolo al día de la Pascua y sembrar señales intermitentes: como paradas que reaniman y promesas que alientan. Porque en Jesús vemos con claridad que ninguna vida ha nacido inútilmente; y nadie muere en vano.
  Giuliano Zanchi
6 de enero de 2012

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