martes, 7 de agosto de 2012

Reflexiones del Padre Alberto


DOMINGO XVIII ORDINARIO.
(05 de Agosto de 2012)
Juan 6, 24-35.
“Señor, danos siempre de ese pan...”


Este domingo nuestra Fe nos ha congregado para expresarle al Señor nuestro respeto y deseo de conocerle, de servirle y agradarle, y quizá de solicitarle algún favor. Dios mira complacido la búsqueda que hacemos de su persona y nos escucha siempre atentos. En este día su mensaje nos señala la tendencia a considerar a Dios solamente como una fuente del bienestar personal y no tanto como un apoyo espiritual permanente.

En el evangelio de hoy, tenemos la continuación del pasaje de la multiplicación de los panes. Luego de aquella jornada en la que Jesús estuvo al lado de la multitud que lo buscaba,  compartiendo su tiempo y enseñanzas, y donde realizara para ellos el milagro de los panes, se ve nuevamente asediado por la gente. Aquellos panes y pescados milagrosos llevaban la huella de la bondad del Señor por sus hijos que padecían hambre.  Pero nadie la pudo descubrir; todos los que comieron hasta quedar satisfechos en su cuerpo, en sus necesidades vitales, quieren permanecer al lado de Jesús para verse de nuevo beneficiados con otros prodigios, y Cristo sentencia: “No me buscan por haber visto signos, sino porque comieron pan hasta saciarse”. Es decir, “No han sabido sustentarse de los signos de  Dios, sino del alimento que nutre  el cuerpo solamente”.

El verdadero alimento. Jesús aconseja a quienes lo buscan con curiosidad,  que el verdadero alimento que fortalece y engrandece  a la persona es el que  damos  a nuestro espíritu.  Cristo, a lo largo de su vida  hizo muchos milagros, y en cada uno de ellos estaba el sello de Dios; en cada uno de ellos había motivos para reconocer la grandeza, poder y bondad de Dios,  y todos eran dignos de alabanza. Pero para la gente los milagros solo eran  motivo de alegría y admiración, eran pocas, muy pocas las personas que a partir de ellos  se entregaban a creer en Dios.
Lamentablemente en nuestros días, no hemos cambiado mucho, o tal vez hemos rebasado con mucho lo que Jesús vio entre quienes lo buscaban, porque muchos ya ni siquiera buscan a Dios, por estar ocupados consigo mismos.
En estos días,  la publicidad nos despierta el apetito de los sentidos, queremos ver, tener, y hacer. Apoyados en ese gran don que Dios le dio al hombre, la libertad, tendemos a pensar que tenemos derecho a cualquier cosa, vestir bien, a calmar nuestros apetitos, incluso a llevar a cabo excesos y atropellos a la dignidad de los que más cerca están de nosotros; se nos ha hecho creer que debemos poner todo nuestro cuidado en el bienestar de nuestro cuerpo, nuestra apariencia física debe ser casi perfecta, sin sobrepesos ni arrugas, ni canas, siempre lucir muy joven. Hoy se nos enseña una opción de vida “de calidad”, que exige el bien material; si no se cuenta con los recursos para allegarse lo que se anuncia, no eres feliz, no vales. Hoy la grandeza de la persona se reduce a la apariencia física, a lo superficial, al cuerpo.  ¿Y nuestro Espíritu? ¿De qué manera lo cuidamos? En estos días,  hay hambre de todo, menos de Dios.

 “No busquen el alimento que se acaba, sino aquel que dura para la vida eterna”, nos dice Jesús en el Evangelio. ¿De qué nos sirve tener una figura perfecta, o poseer todo lo que dicen que es necesario para ser feliz, si no tenemos nuestro espíritu fortalecido con la Palabra de Dios?
 Jesús obsequió pan a la multitud aquella, pero con el fin de  que desearan otro tipo de pan. Jesús deseaba que una vez visto el poder del Hijo, aspiraran a conocerlo más y unirse a Él. Pero ellos siguieron  ubicados en lo material, en lo terreno. Igual que nosotros.
La misión de Jesús en el  mundo no era deslumbrar a todos con panes y pescados en abundancia, sino dar a conocer a Dios. Y en la actualidad, Él está cerca y atento de nosotros, pero no para cumplir  peticiones y resolver nuestros problemas únicamente, como nunca ha dejado de hacerlo, nos acompaña para que comprendamos que su presencia es un don, un regalo muy valioso para nuestra vida. Esos signos que Dios nos hace casi a diario, pueden pasar inadvertidos para quienes solo se ocupan de sus necesidades materiales.

El alimento espiritual, ¿cómo adquirirlo? En el Evangelio la multitud busca a Jesús, porque esperaba mucho más para su beneficio; en estos días es notorio que buscamos a Dios la mayoría de las veces, en nuestras necesidades, si contamos con el tiempo para ello, o si nos sentimos dispuestos a ello (“si nos nace”); nuestro tiempo lo empleamos en ocupaciones y deberes, el trabajo,  la escuela, la diversión y esparcimiento propio de estas vacaciones, en todo aquello que representa un bien personal. Atendemos con esmero nuestro cuerpo y qué bien que así sea, porque la salud es un don de Dios, que como todos ellos, debemos cuidarlos y multiplicarlos. Pero no debemos descuidar el Espíritu, el alimento para el alma. ¿Cómo podemos alimentarnos espiritualmente? La Eucaristía es el gran momento en el que Jesús nos ofrece el alimento de su cuerpo, el Pan de Vida. “Qué larga y aburrida la misa”, “qué calor hacía”, “no pude escuchar nada”, llegamos a comentar; pero qué corto nos resulta el tiempo de la película o programa favorito, los momentos con quien nos alegra. La oración es una de las más bellas expresiones de la Fe. La oración, para algunos es complicada y monótona, propia de personas mayores; en cambio la reunión familiar, los comentarios faltos de caridad  hacia los demás no son nada monótonos. La lectura de la Biblia,  es acercarse a Jesús como uno más de aquellas multitudes que deseaban conocerle, pero nos resulta confusa y le guardamos respeto a nuestro ejemplar de las Escrituras que tenemos en casa, y nada complicado nos parece leer los libros de moda, sobre todo aquellos que supuestamente revelan lo que la Iglesia nunca ha querido enseñar. Las visitas al Santísimo. No visitamos el Sagrario para conversar con Dios tranquilamente, pero sí a la novia, y amigos porque de lo contrario, hay problemas, si  descuidamos el trato con los que apreciamos, la relación se deteriora. ¿Y nuestra relación con Dios en qué términos se encuentra? Los convencionalismos, las modas, la publicidad,  no deben llevarnos a dejar fuera de nuestra vida a Dios, ni a olvidar el deber de alimentarnos de Él.

El Pan de Dios asegura nuestra vida en el mañana. El Evangelio de este día puede ser un reflejo de nosotros, quienes nos dirigimos al Señor solicitando algo, esperando algo por motivos muy justos y nobles, teniendo el corazón vacío de Él. Sin ningún hambre de su persona. ¿Cómo nos atrevemos a pedirle a Dios, cuando no hemos dado muestras de conversión, de sinceridad, ni hemos demostrado que somos verdaderos hijos suyos?
En nuestro paso por el mundo nos preocupamos por el presente, por las cosas de todos los días,  pero es también aquí donde debemos prepararnos para el mañana, para nuestro paso a la eternidad. ¿De qué manera? Amando y respetando a Dios, conociéndole y sirviéndole con nuestra obediencia, aprovechando los momentos que alimentan el espíritu.
Las cosas de este mundo, siempre nuevas, nos pueden asombrar, fascinar, y dar comodidad, pero nunca serán suficientes para saciar el alma. Nos podrán entretener y ser muy útiles,  pero no nos llenarán.  El espíritu solamente lo saciamos con los bienes espirituales, y el mayor de todos es el Pan de Vida. Quien realmente nos satisface es Dios, por eso siempre debemos buscar conocerle.
Las cosas de este mundo no nos servirán en la vida eterna, pero en cambio nuestro amor por Dios, la fe,  será lo único que nos acompañará y por ella seremos acreditados  ante el Señor para finalmente vivir a su lado.  

Dios se complace en sus hijos cuando le pedimos algo, es signo de humildad y confianza, pero por lo general hay algo que no pedimos con demasiada frecuencia: “Señor, que nunca me falte el hambre de ti”,  “que mis preocupaciones no me lleven a ignorarte, o mis cruces a reprocharte”. Pidamos siempre al Señor  el poder apreciar las muestras de su amor que nos da a lo largo de nuestra vida y que su bondad nos mueva a reconocer que lo que realmente nos alimenta es su persona y su palabra, la cercanía que podemos mantener con Él viviendo a plenitud nuestras eucaristías.
No busquemos a Dios con intereses terrenos, mundanos, porque un cristianismo vivido así, que espera ser recompensado, que busca al Señor  para pedir ese “pan” que sustenta su vida (diversión, bienestar, desahogo, bienes...), resultará decepcionante en el presente y terrible en el mañana. El que tiene todo lo que quiere, en algún momento se siente solo, pero quien tiene a Dios consigo, lo tiene todo.

   Busquemos estar verdaderamente unidos a Dios por medio del alimento de su cuerpo, para después expresar ese  amor  y esa hambre del Señor a nuestro prójimo con nuestras  obras.     
  


miércoles, 1 de agosto de 2012

Reflexiones del Padre Alberto




DOMINGO XVII ORDINARIO. 
(29 de Julio de 2012)
Jn. 6, 1-15.
La multiplicación de los panes.

Hoy como cada domingo, hemos sentido la alegre necesidad de compartir nuestro tiempo con el Señor, quien se entrega a nosotros por medio de su Palabra y con su Cuerpo para fortalecernos en la fe. Su mensaje nos habla del compartir, que es el camino por el cual Dios se manifiesta a sus fieles.

El evangelio nos presenta uno de los milagros más conocidos de Jesús, la multiplicación de los panes;  al desembarcar en el lago de Galilea, buscando un momento de privacidad con los apóstoles, Jesús se encuentra con una multitud de personas que lo asedian; ante lo que contempla, Jesús se compadece y se queda con todos aquellos hombres y mujeres, les escucha, les aconseja, les predica sin prisa alguna y pasa el tiempo; llega la tarde y nadie tiene intención de marcharse, a pesar del hambre que todos han empezado a sentir. Entonces Jesús realiza el milagro; con cinco panes y dos pescados, la pequeña provisión que un niño ofrece, es posible dar de comer a aquella multitud hambrienta. Fue una tarde feliz para los presentes, tuvieron la oportunidad de estar cerca del Maestro y de contemplar un milagro.

Un modelo para nuestra vida de fe. La multiplicación de los panes es uno de los pasajes más aleccionadores del ministerio de Jesús, ya que en él tenemos un ejemplo de lo que debe ser nuestra relación con el Señor, pues en él apreciamos  la bondad de Dios unida a la generosidad del hombre. Los frutos del cristiano son visibles cuando damos al Señor lo que somos y tenemos.
Jesús vio a lo largo de su vida, a todos aquellos que le buscaban, le asediaban, le perseguían en busca de un favor suyo; conoció a un militar que le pedía solamente una palabra suya para que sanase su criado enfermo, se conmovió con una mujer pagana que imploraba una migaja de su misericordia, como los perritos que comen lo que cae de la mesa de sus amos; conoció a curiosos, malintencionados, faltos de fe; conoció la necesidad y angustia de enfermos y pecadores, y a todos recibía, remediando sus males, porque Dios, que es misericordia sin límites, es incapaz de negarse a quien le solicita su ayuda. Dios hizo milagros admirables con los cuales ganó gran fama. Pero el milagro de la multiplicación de los panes es único porque en él está presente junto a la voluntad benefactora de Dios la participación del hombre; en la multiplicación de los panes, no es el hombre necesitado el que pide, sino el que da, y el papel de Dios es multiplicar lo que recibe.
En estos días nos parecemos mucho a aquellas multitudes que buscaban incansables a Jesús, que le impedían descansar y convivir con los suyos. Para Dios siempre tenemos peticiones, súplicas, demandas, que nos dé luz para caminar seguros, paz para descansar, sabiduría para elegir y opinar sensatamente, bienestar y salud, y compasivo como es, siempre nos escucha y atiende; pero nosotros ¿qué le damos a Dios?, ¿qué aportamos para que Dios lleve a cabo la gracia que le solicitamos? En el evangelio, aquel niño dio lo que tenía para sí mismo; más de cinco mil hombres y mujeres esperaban una acción de Jesús a favor suyo, pero solamente un niño tuvo el gesto propicio, la generosidad.

¿Qué es la generosidad? La generosidad es la capacidad para dar lo propio a los demás; no significa dar mucho, sino dar lo que se tiene. Dios no pone su atención en cantidades ni cifras, sino en la sinceridad del corazón. Sentado en el templo, Jesús veía a personas pudientes que hacían grandes ofrendas, pero le conmovieron más  las dos monedas de una viuda, unos daban lo que les sobraba, y la viuda, de lo que necesitaba. En la ciudad de Sarepta, Elías pidió de comer a una viuda que solo tenía para ella y su hijo, un poco de harina, apenas para cocer  un pan, el cual humildemente ofreció al profeta, y luego de eso, en su hogar jamás se agotó la harina ni el aceite, (1 Re. 17, 7-16). Cuando nosotros damos lo nuestro a los demás, Dios nos retribuye al doble lo que hemos obsequiado. La generosidad sincera, es sembrar bondad, amor, respeto y Dios a su tiempo, nos dará una gran cosecha.
Nosotros solemos pedir mucho a Dios, es uno de los privilegios del creyente, confiarse al Señor, quien se complace con  nuestra humildad y confianza al solicitarle su intervención en nuestra vida, pero nunca debemos olvidar que también debemos colaborar con Él para vernos favorecidos.
Jesús nos enseña hoy que toda acción de Dios requiere la participación de la persona. Que no debemos  permanecer en  una actitud pasiva, esperando que Él actúe, que nos dé, que nos premie, que nos reconozca. Dios se manifiesta cuando nosotros nos entregamos.
 En estos días  nos quejamos de muchas cosas que pasan,  males que van creciendo,  de sucesos  lamentables. Y no podemos hacerle responsable de los acontecimientos de la sociedad, del mundo, ni de nuestra situación personal,  si nosotros no hemos puesto nuestra parte en solucionarlos. Dios no puede multiplicar lo que nosotros no compartimos. Dios no puede darnos dos panes si primero nosotros no le entregamos uno. Si no somos generosos. “Comerán todos y sobrará”, (2 Re. 4, 43).

“Ni doscientos denarios de pan bastarían…”. Es la expresión de los apóstoles que todavía no han aprendido lo que puede hacer Dios cuando somos generosos. El esperar todo de Dios y descuidar la parte que nos corresponde nos conduce a dañar esa imagen positiva de Él que todos estamos llamados a dar, y nos encamina a insatisfacciones. Si deseamos que Dios actúe cumpliendo al pie de la letra cuanto deseamos, olvidando que Él procede según su sabiduría y la conveniencia del bien solicitado, nuestra vida se puede volver una eterna insatisfacción, un conflicto continuo.  Podemos, por ejemplo,  esperar mucho de nuestros padres, que nos consientan, que nos comprendan, que nos faciliten las cosas, que nos otorguen todos los permisos del mundo y para cualquier cosa, y nos sentimos muy contentos cuando de parte de ellos obtenemos lo que necesitamos o queremos. Pero cuando no sucede así, es porque de no hemos dado lo suficiente para merecerlo, o no es el momento apropiado. Nunca olvidemos que para recibir primero tenemos que dar. No tenemos derecho a pedir nada si antes no hemos practicado la obediencia, o mejor todavía, el servicio. Servir es ayudar sin que nos  tengan que invitar a ellos, es como ese niño del evangelio, ver una necesidad y prestar nuestra ayuda. Aquellas parejas que tienen conflictos solo miran los errores del compañero, y se reclaman, se reprochan sus faltas, pero ninguna pone un poco de generosidad para que se dé el milagro de la paz.

Como humanos, como hermanos, como familia podemos crecer mucho, ser más unidos, realizar el milagro de la multiplicación de la paz, de la cordialidad, del amor, si dejamos nuestras reservas y nos entregamos a los demás, como lo hiciera este niño con sus panes y pescados.
Cuánto bien hace en ocasiones que ofrezcamos una sonrisa, donde solo hay caras serias. La alegría donde hay tensión, la confianza que pone una persona donde solo hay recelo. O tal vez callar y no hacer ningún comentario que pudiera encender los ánimos. Cuánto bien hace saber pedir perdón por nuestros errores. Cuando somos generosos al compartirnos con los demás, nuestras relaciones toman fuerza. Aquella tarde Jesús miró con mucho amor a aquel muchachito que dio lo suyo para los demás.
 Cuando somos generosos con Dios y realmente le compartimos nuestro corazón, antes que pedirle y demandarle nuestras necesidades, antes de exponerle el clásico trato: “Te prometo, Señor…”, se fortalece nuestra Fe con Él. ¿Quién es el que cree más y mejor en Dios? El que lo ama por lo que es, y no por lo que puede dar.
Al Señor le descubrimos gracias a nuestra generosidad, al llenarnos de alegría cuando vemos lo que puede hacer cuando nos entregamos a sus planes.
Aquellas personas que piensan que la Fe debe tener un uso práctico, una utilidad, como la escuela, el trabajo, el ejercicio físico, nunca conocerán realmente a Dios. Su mundo sus límites estarán en lo material. Nunca sabrán lo que es  el gozo de la intimidad con Dios, de la paz, la tranquilidad que nos da su presencia. La satisfacción de que hacemos algo útil para nosotros al cultivar una relación con Dios. No por  lo que nos puede dar materialmente (que nunca deja de darnos, de proveernos) sino por la alegría que nosotros podemos darle a Él con nuestra fidelidad.
 No hay regalo más hermoso para unos padres, que ver a sus hijos corresponderles con amor, respeto y gratitud todos los cuidados y obligaciones que tuvieron con ellos de pequeños. Los buenos hijos, aunque crecen muy rápido y  hacen sus vidas, nunca se van, siempre están presentes, pendientes, ayudando, disfrutando de su primera familia, donde aprendieron a amar, a ser agradecidos.
Dios también tiene una opinión favorable para quienes dan lo suyo a los demás; la persona generosa  nunca carecerá de nada, porque Dios le bendecirá siempre; si somos generosos en padecer, Dios nos hará fuertes; si somos honestos en cumplir sus leyes, nos hará admirables ante los demás; si damos de lo nuestro, nuestros bolsillos nunca estarán vacíos.

El Señor mira con gran amor a sus hijos, por el pecador siente compasión y urgencia por tenerlo junto a Él; por el necesitado siente la obligación de ayudarle, y con el generoso, se alegra porque gracias a él puede hacer muchos milagros.
Dios siempre nos socorrerá, siempre nos dará, pero nos puede dar mucho más, cuando nosotros aportamos lo nuestro.
El orgullo del creyente no debe ser el sentirnos bendecidos por Dios, sino el saber que colaboramos con Él y que gracias a nosotros puede actuar y compartirnos sus bienes.

Este milagro debe movernos a la reflexión sobre nuestro seguimiento y fidelidad al Señor. ¿Sabemos permanecer a su lado? ¿O sólo lo visitamos cuando necesitamos su ayuda? Pidamos a Dios que nos ayude a ser fieles, agradecidos y generosos con su persona, y así poder darle la oportunidad de llevar a cabo infinidad de milagros.